

Comparte este artículo:


Cuando llegas a los 18 años es un paso increíble en la vida; por primera vez tendrás en tus manos tu INE, por primera vez podrás votar en las siguientes elecciones, viajar sola o solo. Sí, llegar a los 18 años es el momento en que al fin puedes tomar tus propias decisiones; concluyes la preparatoria y decides continuar a la universidad, buscar un empleo o hasta abrir tu propio sistema de ingresos.
Pero no todas y todos llegan a la mayoría de edad en las mismas condiciones. Cuando te conviertes en adulto y tienes una discapacidad que te imposibilita “tomar algunas decisiones” la vida se complica. Mi hijo Emilio tiene autismo no verbal y hace unos días cumplió 18 años; para él no hay esperanza de una vida independiente; lejos de ello, los retos y barreras a las que se enfrentará, y nos enfrentaremos como familia, crecen aún más.
Antes de los tres años, Emilio ya mostraba la mayoría de los signos del Trastorno del Espectro Autista (TEA) y desde su diagnóstico ha sido una carrera contra el tiempo para buscar que su vida sea lo mejor posible, pero el autismo lo acompañará hasta el último día de su vida.
El TEA es una condición que afecta la comunicación e interacción social, y la flexibilidad del comportamiento y del pensamiento. Las personas tienen conductas o intereses restrictivos o repetitivos. Y esta condición va desde el grado 1 o autismo de alto funcionamiento, hasta el grado 3 en el que necesitan apoyo constante.
Cada persona con autismo es distinta, algunos hablan, van a la escuela, otros se gradúan de la universidad, incluso sin haber sido diagnosticados porque su funcionamiento es tal que los médicos no encuentran en ellos signos claros de TEA; pero Emilio no pertenece al grupo de quienes logran integrarse a pesar de su autismo y mi preocupación y la de su papá no es si podrá votar, sino que necesita apoyos para bañarse, ir al baño, vestirse, lavarse las manos o los dientes.
El mundo alrededor de Emilio ha sido el verdadero reto, pues el desconocimiento de su condición hace que la inclusión educativa, médica, su derecho a la recreación e incluso el reconocimiento de su discapacidad sean barreras a sortear todos los días.
Para que la discapacidad de Emi sea reconocida por el Estado uno debe ir y venir de un lado a otro con un chico que poco tolera los tumultos, los ruidos y menos las esperas. Para sacar la credencial del DIF, que es un reconocimiento “oficial” de su discapacidad, pero que no sirve de mucho, tuve que llevarlo a la Secretaría de Salud para obtener una carta de diagnóstico y luego al DIF a hacer largas filas y esperas. Tuvimos que ir de un consultorio a otro para explicar una y otra vez que no habla, lee o escribe cuando es más que evidente. Al final obtuvimos la credencial que es válida por 5 años (no vaya a ser que se cure). Ahora un nuevo reto se abre: llevarlo al IMSS para que lo vuelvan a diagnosticar (la credencial del DIF no la hacen válida) y que pueda seguir siendo derechohabiente.
El derecho a la salud pareciera que es algo que ni siquiera debería estar a discusión, pero cuando las leyes dicen que las personas con discapacidad tienen derecho a la salud en igualdad de condiciones con el resto de la población ya es excluyente. Los servicios de salud no saben cómo atender el estómago o la dentadura de un paciente que no tiene lenguaje, que muere de miedo y ansiedad cuando le van a sacar sangre o se tira al piso al ver una bata blanca. Yo viví una experiencia muy difícil cuando el año pasado, le dio apendicitis y pese al gran esfuerzo de los médicos, su papá y yo tuvimos que hacer de enfermeras, camilleros y hasta ayudar a sedarlo porque nadie sabía qué hacer, no por su enfermedad, sino por su condición. En cada hospital, en cada clínica, debería haber médicos y enfermeras preparados para recibir y atender la salud física de las personas con autismo y saber qué hacer para, incluso, salvarles la vida.
La inclusión educativa es motivo de otro texto y Emilio ya ni siquiera está contemplado en ese tema, pero un reto muy grande es la recreación. Emi es muy consciente del mundo y quiere salir a divertirse, le encanta ir al parque a columpiarse, pero mide 1.82 y pesa 80 kilos. ¿Alguien podría pensar que existe para él un espacio de recreación? Es prácticamente imposible. Cuando regresa del instituto de autismo al que asiste se queda en casa esperando salir al menos a dar una vuelta en el coche o ir al parque los sábados a las 7 am cuando solo estamos él, su familia y los ratones que salen a dar la vuelta.
Emilio ama el cine, pero ¿cómo llevarlo a una función si se va a parar 10 veces, si va a llorar por el ruido alto o va a soltar un grito de emoción? Para estos jóvenes no hay nada, salvo los pocos espacios que consiguen organizaciones de autismo para que vayan de vez en cuando a jugar boliche o a funciones especiales.
Que Emilio no hable no quiere decir que no tiene gustos, preferencias y ganas de hacer y vivir lo mismo que cualquier joven de su edad. Recrearse, ir a la escuela, tener amigos, ir a comer o viajar son lujos que poco a poco han ido desapareciendo de su abanico de posibilidades.
A Emilio yo lo amo tal y como es y no cambiaría nada en él, pero yo quisiera que su autismo no lo definiera, que nadie lo etiquetara y que hubiera un mayor entendimiento de su condición para que libremente él pueda estar en este mundo que también le pertenece.

Luz Romano
CDMX
Es mamá de Emilio, Pablo y Daniel. Además, es comunicóloga de profesión, directora de Comunicación Institucional en Mexicanos Primero, defensora de derechos y repostera.