Por el camino formando lectores

 Ana María Hernández Ontiveros

 Chihuahua /Premio ABC 2008

 21 de Noviembre del 2025

#Chihuahua #Maestra #ATP #Lectura #Lectores 

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Viajaba hace unos días en una camioneta tipo Van algo deteriorada, el transporte público que recorre el camino de terracería, de Guadalupe y Calvo hacia Baborigame (Chihuahua). El trayecto es sinuoso, entre barrancos profundos y montañas cubiertas de pinos que parecen tocar el cielo.

El viento entraba por las ventanillas, y el murmullo del motor se mezclaba con las voces de las y los pasajeros. Yo iba conversando con las personas que se sentaban a mi lado: hombres y mujeres que subían y bajaban durante el trayecto, en las comunidades indígenas donde viven.

Entre risas y palabras entrecortadas, me enseñaban a decir algunas frases en su lengua, y yo trataba de repetirlas con respeto y torpeza. Les hablaba de la importancia de que sus hijas e hijos asistieran a la escuela. Les decía, con palabras sencillas, que aunque ellos no hubieran tenido la oportunidad de aprender a leer, ahora había un maestro que podía acompañar a sus niños y abrirles un camino diferente. Ellos me escuchaban con atención, y de pronto el viaje dejó de sentirse largo, entre historia e historia.

Habían pasado ya dos horas de camino cuando sentí que alguien me tocaba suavemente el hombro. Al voltear, una joven del asiento de atrás, que había abordado desde el principio del viaje, me sonreía con calidez.

—¿Usted es la maestra que me enamoró de la lectura? —me preguntó.

Me quedé sorprendida. Ella continuó hablando, sin darme oportunidad de contestar, contándome que de niña había participado en un campamento literario que yo había ido a organizar, junto con su educadora, hacía ya algunos años.

Dijo que al escuchar mi voz y lo que decía a los demás pasajeros, logró atar cabos y reconocerme. En ese momento, después de veintiocho años, también la recordé… por sus rizos y su habilidad para expresarse.

En aquel entonces, como asesora, recorría muchas comunidades para fomentar el gusto por la lectura. Cada lugar tenía su propio ritmo, su propio silencio, y sin embargo, en todos encontré el mismo asombro cuando un niño o una niña descubría con mis narraciones exageradas, el contenido de un libro.

Teresa —pudiéramos llamarla así— me recordó el campamento literario: el atardecer alrededor del fuego, cuando leíamos cuento tras cuento, mientras tostábamos bombones, buscábamos tesoros y queríamos que la noche no terminara.

Me habló de la biblioteca que habíamos instalado en un espacio del salón, al que dimos forma de cueva, con algunas piedras y libros que colgaban de cuerdas, y se mecían con el viento que entraba por la ventana, como si cada uno quisiera contar su historia.

Recuerdo esos días claramente. Las niñas y los niños se sentaban sobre tapetes y almohadas, con los ojos encendidos de curiosidad. Leían en voz alta, unas veces con tropiezos, otras interpretando las imágenes con agilidad, y siempre con gran emoción.

Todavía escucho a Lupita diciendo:
—“Aquí quiero que nos quedemos siempre, maestra.”—

Mi hijo también de edad preescolar, viajaba conmigo a las comunidades, acompañándome en muchas de mis andanzas como asesora, donde entre otros propósitos, permeaba el despertar del amor por la lectura, utilizando diferentes estrategias divertidas; él me decía una y otra vez, una frase que hasta ahora repetimos entre risas:

—“¡Mamá, qué shido lo que haces en los ranchos, y de pilón te pagan!” 

En esas pequeñas y hermosas voces, comprendí que la lectura no se enseña, se contagia. Se siembra con paciencia, con alegría, con confianza. No hacen falta recursos extraordinarios ni edificios grandes; basta el deseo de compartir una historia, el gesto de acercar un libro, la mirada de quien escucha con interés.

Pudiéramos creer que solo en ciertos lugares, como éstos, es posible generar experiencias así; es todo lo contrario. Si en las comunidades más marginadas, con caminos de terracería y sin bibliotecas formales, es posible encender el amor por la lectura, con mayor razón puede lograrse en escuelas con más recursos. En realidad, es posible en cualquier sitio, en cualquier casa, en cualquier rincón del país y del mundo.

El poder de la lectura no depende del lugar, sino de las personas que participan, que la impulsan. Cada docente, cada madre, cada padre, cada abuelo, cada hermano puede sembrar esa chispa. Basta abrir un libro y dejar que las palabras nos unan. En ese acto sencillo caben la esperanza, la imaginación y la posibilidad de transformar vidas.

Mientras la camioneta avanzaba, Teresa me contó que ahora tiene hijos pequeños, y que en las noches, lee para ellos antes de dormir. Conserva un cuaderno de aquel campamento con dibujos y frases que escribió cuando era niña.

Me habló también de cómo algunas vecinas, alumnas en ese mismo tiempo, de aquel pequeño Jardín de Niños unitario, se reúnen los domingos a leer o simplemente a platicar de lo que han leído. “A veces no entendemos todo —me dijo—, pero algo se enciende, como la fogata de aquel día.”

Con una expresión de satisfacción, agregó que ese gusto por la lectura le ayudó a descubrir muchas formas de mirar la vida y a imaginar otras posibilidades para ella y su familia. Hoy es comerciante en su comunidad, con ideas novedosas y el deseo constante de aprender algo nuevo.

“Leer me enseñó —dijo— que siempre hay más caminos de los que uno ve desde aquí.”

Cuando la Van llegó a la primera parada del pueblo, algunos comenzaron a bajar, entre ellos Teresa, que aún debía transbordar a una troca, para continuar el viaje hacia su rancho, me miró con una sonrisa amplia y me dijo:

—Gracias, maestra. Aquí vamos por el camino formando más lectores… porque yo, desde mi casa y en mi tienda, pongo un granito de arena para que suceda.

Me quedé en silencio, viendo cómo se alejaba entre la gente. El aire olía a pino y tierra mojada. Pensé entonces que la educación, cuando nace del corazón y se comparte, deja huellas que el tiempo no borra.

Es un fruto que se saborea: ver que la lectura aviva el interés por saber más y lleva a caminar con mayor dignidad con un horizonte más amplio, aún en los lugares donde parecía imposible.

Cada lector nuevo —como Teresa— nos recuerda que siempre se puede empezar. Desde donde estemos, con lo que tengamos, la lectura puede cambiar vidas. Qué importante es atreverse a encender esa chispa: cualquiera que lo decida, puede hacer la diferencia en la vida de alguien. 

Ana María Hernández Ontiveros

 Chihuahua /Premio ABC 2008

Ha sido docente y asesora técnico pedagógica en educación básica, originaria del Valle de Allende y Santa Bárbara, Chihuahua. Normalista rural, licenciada en Psicopedagogía y con maestría en Administración de Instituciones Educativas. A lo largo de su trayectoria ha impulsado la lectura como un acto comunitario, que abre voces y fortalece vínculos, mediante estrategias disfrutadas en colectivo como las mochilas viajeras, los campamentos literarios, las cápsulas del tiempo y los círculos mágicos de lectura, entre otras. Obtuvo el Premio ABC 2008 que otorga Mexicanos Primero. Actualmente es maestra jubilada del sistema educativo, pero continúa activa de corazón, convencida de que la educación es una herramienta poderosa para construir un país más justo y que la lectura, tiene la fuerza de transformar vidas y comunidades.

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